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Viajes

(Fragmento del libro Navegar es preciso, de Mauricio Carrera. Inserto en el género de no ficción, es una semblanza de las aventuras que su autor vivió como miembro de una expedición en pequeñas lanchas con motor fuera de borda que recorrió las costas de Panamá, Colombia, Aruba, Curazao, Bonaire y Venezuela. Tres mil quinientos kilómetros de navegación y encuentros con tormentas, guerrilleros, contrabandistas, piratas, tiburones, caimanes, barracudas y otros peligros).

NAVEGAR ES PRECISO

Libro de viajes

Por Mauricio Carrera

Yo era un joven escritor y quería viajar
Jack Kerouac, On the Road

Mil matices existen en el peligro que representan las aventuras de mar (…),
y sólo de cuando en cuando ofrecen los hechos cierto cariz siniestro
en que se ve la violencia de las intenciones
Joseph Conrad, Lord Jim

Uno se echa al mar tratando de encontrar el sosiego.
Pero el mar y la tierra es lo mismo.
En ninguna parte se encuentra la calma
Yukio Mishima, El marinero que cayó de la gracia del mar

…ruega que tu camino sea largo,
que innumerables sean las mañanas de verano
que (¡con cuánta delicia!)
llegues a puertos vistos por vez primera
Constantino Cavafis, Ítaca

El mundo es estrecho
Cristóbal Colón, Cartas

Vivir no es preciso.
Navegar sí es preciso
Viejo adagio portugués

LA AVENTURA DE TU VIDA

Pido voluntarios
La voz del capitán trató de ser contundente y serena:
-Hay peligro de muerte.
Lo dijo con su peculiar acento. Era un canadiense, quebequois para mayores señas y por lo mismo con un dejo de francés en sus palabras. Magnífico conversador, podía pasarse horas enteras hablando de sus temas favoritos: el mar y la política. Era duro de carácter y amante de las aventuras. Podía, con su potente verborrea, convencer a cualquiera de comprarle la Torre Eiffel o de llegar al fin del mundo, si se lo propusiera. Así nos había convencido de participar en AMERIGEN 500, esa loca y peligrosa travesía.
-Todo puede suceder –recalcó sombrío.
Ahora hablaba de manera escueta y entrecortada, como si meditara una a una sus palabras. Su voz, apagada por el sonido de la lluvia al caer sobre el techo de palma del bohío, dejó traslucir nerviosismo, intranquilidad. No era para menos: en esa isla semidesierta, con esa tripulación de improvisados marineros, con ese tiempo de los mil demonios…
Un rayo iluminó nuestros rostros y atronó casi de inmediato con un estruendo que hizo estremecer al bohío, a nuestros propios cuerpos entumecidos de humedad y de frío.
-Merde! –maldijo el capitán.
Los demás guardábamos silencio. Un silencio sólo roto por los truenos y las ráfagas de viento y de lluvia, así como por los manotazos que dábamos contra esa plaga de mosquitos conocida como chitra.
Había goteras por todos lados. Nos cubríamos como mejor podíamos con impermeables, con plásticos.
Hacía tres días que llovía. El capitán continuaba su entrecortado monólogo:
-Es mar abierto, ¡y qué mar! Créanme que en todo Panamá no hay sitio más peligroso que el Golfo de los Mosquitos…
Las olas se estrellaban con sonora dureza contra la playa del lado sur. La lluvia arreció y el viento llevaba en tufos helados gruesos goterones hasta el interior de nuestro refugio.
-Por eso, he tomado una decisión…
Guardó silencio por algunos instantes. Su gorra de capitán estaba ladeada. Nos miraba uno a uno como tratando de saber de qué estábamos hechos. Finalmente dijo:
-El mar separa a los niños de los hombres. Mentiría si asegurara que no hay peligro. Lo hay. En la travesía de mañana puede ir en juego la vida y no quiero jugar con la de ustedes. No puedo obligarlos a nada. Quien quiera acompañarme, bienvenido. Pido cinco voluntarios, únicamente. Cinco de ustedes que estén dispuestos a correr el riesgo. Los demás podrán hacer el viaje por tierra.

AMERIGEN 500
Todo comenzó dos años atrás. El cartel que llamó mi atención decía con grandes titulares:
LA AVENTURA DE TU VIDA
Me acerqué curioso a leerlo.Era una invitación para formar parte de AMERIGEN 500, una expedición científica, cultural y deportiva. Su propósito: navegar el continente americano en seis lanchas con motor fuera de borda. Se trataba de un homenaje a Cristóbal Colón y a los intrépidos navegantes que siguieron su ejemplo de exploración de América.
Mandé mi solicitud a la dirección indicada. Desde adolescente la posibilidad de aventura me llamaba. Ya había hecho un viaje a Europa y Japón con una mochila y pocos dólares en la bolsa. Recordaba la frase de Nikos Kazantazkis: “Llega hasta donde puedas; o mejor, llega hasta donde no puedas”. También la de Joseph Conrad en Lord Jim: “Después de un curso de amena literatura, declaró su afición por las cosas del mar…” Tenía en mente viajar de polizón en un barco mercante como el escritor rumano Panait Istrati, o como marinero, tal y como Malcolm Lowry lo había hecho para escribir Ultramarina, antes de Bajo el volcán.
Al mes recibí una llamada. Era para entrevistarme con el propio organizador de la expedición, el capitán Jacques Desjardins. Lo visité en su departamento de la colonia Cuauhtémoc. Su decorado estaba dedicado enteramente a motivos marinos. Había barcos a escala, peces disecados, atarrayas, conchas de diversos tipos, libros de pesca, de grandes exploradores y de aventuras marítimas.
-Chévere –era una de las palabras que más utilizaba.
Había nacido en Sorel, Canadá, pero su afición por el viaje lo había llevado a diversos países, entre ellos Colombia y Venezuela, donde había vivido por mucho tiempo y donde se le habían pegado palabras y modismos de aquellos lares. Tenía algo así como cincuenta años. Era rubio, canoso y regordete. Su entusiasmo era mayúsculo. Hablaba sin cesar. Intuí de inmediato al aventurero. Había recorrido en jeep todo Centro y Sudamérica, y en lancha el Mississipi, el Paraná, el Orinoco y el Amazonas. En 1980, con la expedición Panamericanus, había viajado de la ciudad de Montreal a la de Panamá en tres pequeñas lanchas. El trayecto, de veinte mil kilómetros, lo hizo en doscientos días de navegación.
Se definía a sí mismo como un hombre de mar.
Junto a Elizabeth Hernández, su esposa (su “tresorito”, como la llamaba, mitad en español, mitad en francés), una mexicana guapa, de cuerpo esbelto, vestir elegante y mirada triste, dedicaba todo su tiempo, dinero y energías en organizar su nueva aventura.
Le dio el nombre de AMERIGEN 500.
-La expedición más larga jamás realizada en pequeñas lanchas con motor fuera de borda –hablaba con la vehemencia de un político o un predicador religioso de feria.
Se trataba de un viaje por mar. Sesenta mil kilómetros desde la ciudad de Almirante, en Panamá, hasta la de Columbus, Estados Unidos. Se realizaría por etapas y en relevos, con grupos formados por jóvenes provenientes tanto del continente americano como del europeo.
La primera etapa le correspondería a un grupo de mexicanos y españoles. En México, Jacques Desjardins recibió cerca de doscientas cincuenta solicitudes. Entrevistó a más de sesenta jóvenes y finalmente seleccionó a nueve mexicanos: Flor Castellanos, modelo profesional; Silvia Osorio, historiadora de arte; Carmen Saldívar, cardióloga; Rafael Urrutia, fisiatra; Manuel Vázquez, geógrafo; Miguel Jiménez, biólogo; Álvaro Viteri, fotógrafo; Francisco Contreras, ingeniero mecánico; y quien esto escribe, periodista.
También nos acompañaba un perro. Un pastor alemán de nombre Prince.

Almirante y las lanchas
Flor era menuda y guapa, de hermosos ojos claros y una sonrisa que le abría todas las puertas; Silvia tenía un rostro gatuno, que le daba una personalidad misteriosa e interesante, y recitaba a Neruda; Carmen era una doctora muy profesional, alta y de bonito cuerpo, aventada como pocas; el doc Urrutia, premio nacional de cirugía, el de mayor edad entre nosotros, un verdadero tritón que gustaba de pasar varias horas al sol y en el mar; Manuel, el famoso capitán zig-zag, un alpinista metido a marinero; Álvaro, aburguesado y tranquilo; Miguel, espíritu científico, fiestero, amiguero, compadre de todo mundo, pone apodos y galán del grupo; Francisco, vanidoso, cuerpo musculoso sin grasa, buen tipo. Con excepción de Francisco Contreras, que era buzo profesional (hijo de un destacado tenista, Pancho Contreras, contendiente en varias ocasiones de la Copa Davis. De hecho, el nombre completo de nuestro compañero de expedición Era Francisco Wimbledon Contreras), ninguno de nosotros tenía ningún tipo de experiencia marinera.
-A no ser que cuenten nuestras idas de pinta a remar a Chapultepec –intervenía Manuel Vázquez. Era el más divertido del grupo: simpático y bromista como ninguno.
Aprendimos a manejar nuestras lanchas en Almirante, un poblado panameño cercano a la frontera con Costa Rica. Es un lugar típicamente tropical. Se le utiliza como puerto para embarcar toneladas de plátano. Sus casas de madera y sus calles sin pavimentar. El fondo de su bahía estaba tapizado de erizos. El ensordecedor graznido de los pericos ocurría de manera invariable todos los días a las cinco de la tarde. Habíamos viajado ahí desde la ciudad de Panamá. El trayecto lo hicimos en un camión de redilas oloroso a mierda de vaca. También en un bote de mediano tamaño, por Bocas del Toro. Así transportamos nuestro equipo, desde tiendas de campaña hasta un generador portátil de electricidad.
En Almirante nos esperaban las seis lanchas de la expedición. Se habían llevado desde Estados Unidos por ferrocarril, primero, y luego en un barco de la Chiriquí Land Company. Permanecían almacenadas en una vieja bodega de cacao. Ahí las armamos. Les colocamos el motor y las guías de comunicación, el volante, las luces de navegación, los parabrisas, los asientos y la bomba de achique. Fue un trabajo arduo pero muy satisfactorio.
Las botamos al mar mediante una grúa. Era el once de julio.
En sus costados podían leerse sus nombres: la Hoorn, de color naranja; la Beagle, roja; la Magalhaes, verde; la Amerigen, café; la Almirante, amarilla, y la Laurentie, azul. Seis coloridas y llamativas lanchas de 18 pies de eslora (seis metros), dos metros de espejo (ancho) y casco de aluminio. Su motor, un Yamaha fuera de borda de 115 caballos de fuerza. Cada una honraba a los navegantes franceses, holandeses, ingleses y españoles que habían contribuido a la exploración de América.
Jacques nos llamó uno a uno para enseñarnos, en la bahía de Almirante, lo básico para manejar una lancha. Es sencillo, en realidad. El motor tiene dos posiciones: adelante y reversa. Se puede conducir con el volante como si se tratara de un carro. Lo difícil es atracar o desatracar. Hay que cuidarse del viento y del oleaje, así como de hacerlo con mucha velocidad. Aprendimos también a hacer nudos para amarrarla al muelle y a echar y a levar el ancla.

Carenero y la Cruz del Sur
Nuestra instrucción marinera duró solamente una tarde. A la mañana siguiente abordamos las lanchas para atravesar Bocas del Toro. Es una enorme lengua de mar. Parece más bien un lago de aguas tranquilas. Yo quedé al mando de la Laurentie. Me cuidaba de no encallar o de golpear los troncos o cocos que flotaban. Seguíamos en fila india a Jacques, quien conducía la Hoorn.
Nuestro primer destino fue Isla Carenero. Este nombre le fue dado por Cristóbal Colón en alguno de sus viajes, en virtud de que ahí carenó sus barcos. Es decir, los hizo encallar en el bajo fondo arenoso, a fin de calafatearlos y efectuar reparaciones. Ahí nos esperaba Jaime Cabré, un geógrafo panameño. Conocía muy bien la región y era experto en técnicas de sobrevivencia. Lo habíamos conocido en la ciudad de Panamá. Buen tipo, solidario y falto de envidia.
Caminar por las playas de Carenero fue una tortura. Estaba plagada de restos de espinas de erizos, que nos picaban a cada paso que dábamos.
-Si quieres te orino –era la broma que nos hacíamos a cada rato.
En Almirante, Yango, un adolescente negro que trabajaba cargando plátanos en los barcos, nos había dado un contundente y eficaz consejo: si te pica un erizo, a orinar en la herida. Es la única manera de neutralizar las toxinas de las espinas.
Se cocinaron unos pescados a las brasas. La noche era estrellada y tibia.
Fue Miguel Jiménez quien llamó mi atención:
-Mira.
Señaló la Cruz del Sur. Era la primera vez en mi vida que la contemplaba.

Isla Zapatilla
De Carenero partimos muy temprano. Navegamos con mucho cuidado por un laberinto de islotes y peligrosos arrecifes. Nos guiaba Sony, un negro enorme y viejo, de manoplas en lugar de manos y con los pies más grandes que he visto.
Llegamos a Zapatilla. Su nombre también se lo dio Colón. Esto fue en 1502, durante el cuarto de sus viajes. Tiene la forma de un zapato. Fondeamos en el lado sur, que es el lado protegido de la isla. Las lanchas quedaron a unos diez metros de donde rompían las olas y nadamos hasta la playa. Encontramos un bohío abandonado, en el que hicimos nuestro campamento. Jaime se encargó de la cocina. Preparó guisos con productos nativos: sopa de otoe, un tubérculo parecido a la papa, y fruta-pan (bread-fruit) como postre. Nos sentíamos afortunados en nuestro papel de modernos robinsones. Estábamos en una isla solitaria, rodeados de una exuberante vegetación, con comida al alcance de la mano y con la posibilidad de nadar en las cristalinas y tibias aguas en su extremo este. ¿Qué más podríamos pedir? Si existía un paraíso, debía ser como Zapatilla.

El tesoro de Morgan
En Zapatilla presencié algo triste, muy triste. Dos tortugas verdes sobre la arena, recién capturadas. Los pescadores las mostraban con orgullo, en particular porque querían quedar bien con Flor y Carmen, que me acompañaban. Eran macho y hembra. Las habían pescado juntas, mientras hacían el amor. La hembra tenía las huellas del espolón conque el macho se aferraba a su caparazón. A éste le faltaba parte de una pata, probablemente por el ataque de un tiburón. Las dos lloraban. Esa misma noche los pescadores las cocinaron.
La isla servía de refugio para muchos pescadores. Se aparecían de cuando en cuando, curiosos por nuestra presencia. Uno de ellos fue Joseph, un indio guaymí. Una vez me contó sobre un tesoro pirata en medio de la isla.
-Llévame a verlo -le pedí.
Me condujo por un pantano o swampo, como él le llamaba. De cuando en cuando escuchaba crujidos de ramas y chapoteos.
-¿Qué es eso? -pregunté.
-Aligators -dijo, como cualquier cosa. Cocodrilos. Yo avanzaba descalzo. Él llevaba un filoso machete con el que nos abría paso entre la espesura, yo no.
Llegamos a un sitio donde había un hoyo con agua estancada.
-Aquí es -señaló.
No había tesoro por ningún lado, sólo ese hoyo a mitad de un claro en la selva.
-Pero aquí estaba -afirmó convencido. -Lo enterró el mismo Morgan. Se lo llevó un gringo…

Entre la lluvia y la chitra
Bien pronto, el paraíso se esfumó. A partir del segundo día comenzó a llover. Una lluvia intermitente que a veces amainaba y en otras se precipitaba pertinaz, en forma de verdaderas tormentas. El bohío no era impermeable y gruesas goteras se formaron sobre nuestras cabezas. Nuestra ropa estaba constantemente húmeda y, en esas condiciones, era prácticamente imposible encontrar ramas secas para la fogata. Por si fuera poco, la lluvia atrajo la chitra. Un insecto parecido al mosquito, llamado jején en otras latitudes. Parece insignificante, inofensivo, pero su piquete atraviesa fácilmente la ropa y es particularmente doloroso. Había millones y nada, ni los repelentes de insectos, ni el humo del cigarro, podían ahuyentarlo. Los manotazos no se hicieron esperar. Estábamos por completo picados y llenos de ronchas.
Luego, las guardias. Debíamos vigilar las lanchas, fondeadas cerca de la playa. Con la tormenta y el vaivén del oleaje había el peligro de que se desanclaran y quedaran a la deriva. Se formaron guardias de dos horas y dos personas cada una. Nuestra obligación era vigilar las embarcaciones. Lo hacíamos a la intemperie. Estábamos por completo empapados y tiritando de frío.
Durante una de mis guardias una lancha se desancló. Vimos con nuestras lámparas cómo la lancha se alejaba. Jaime Cabré no lo pensó dos veces. Se desnudó por completo y se aventó al agua. Era de madrugada y yo alumbraba su camino a la distancia. Nadó unos treinta metros en esa oscuridad. Entre la lluvia y el mar picado alcanzó a la Beagle y la abordó. Encendió el motor y volvió a colocar la embarcación en lugar seguro. Pasó esa noche dormido en la lancha.
No fue el único que tuvo que hacerlo. De hecho, cada uno de nosotros tuvo que nadar en ocasiones hasta dos o tres veces por día para verificar que nuestra respectiva lancha estuviera en buenas condiciones. Debíamos quitar el agua acumulada en las lonas que las cubrían y echar a funcionar la bomba de achique. O debíamos nadar para traer un sartén, o latas, una bolsa de arroz, pasta de dientes, ropa seca. Las lanchas eran de lo mejor. Al ser de aluminio eran ligeras, lo que contribuía al ahorro de combustible. ¡Pero estaban diseñadas para lagos, no para el mar! No podíamos subirlas a la playa porque, al estar hechas con placas de aluminio unidas con remaches, la fricción con la arena podía dañarlas, hacer que los remaches cedieran y se formaran vías de agua. Estaban fondeadas a veinte metros. Una distancia pequeña… en una alberca. En el mar, con tiburones, con el fuerte oleaje, de día o de noche, lo pensábamos dos o tres veces antes de meternos a nadar. Tenía que hacerse, pero lo llevábamos a cabo con fastidio, molestos, como si se tratara de un castigo. El paraíso no lo era tanto. Nuestra ropa se pudría por la humedad, lo precario de la comida comenzó a hartarnos, la arena en nuestros trajes de baño nos molestaba, la chitra era insoportable. Las incomodidades propias de una isla desierta comenzaron a hacer mella en nuestro ánimo. Queríamos salir de ahí lo antes posible.
Pero no se podía.

El peligroso Golfo de los Mosquitos
El mal tiempo impedía nuestra salida.
Con la tormenta que se cernía sobre nosotros, la niebla que se formaba en el horizonte, el mar embravecido, navegar en esas condiciones era un suicidio.
Eso lo sabía muy bien el capitán. Jacques no confiaba mucho en su precaria y mal preparada tripulación. Marineros de agua dulce, eso éramos, sin duda. El viaje que nos esperaba no era un día de campo. Debíamos llegar a Colón, distante a 140 millas. En apariencia, teníamos la gasolina exacta para llegar. Los motores, sin embargo, tanto por su potencia como por ser nuevos consumían más combustible. Las lanchas, por lo demás, estaban muy cargadas Llevábamos desde tiendas de campaña hasta un generador de electricidad, lo que implicaba más gasto de gasolina. Si algo ocurría, si por alguna razón nos desviábamos o nos entreteníamos de más en la ruta, no nos alcanzaría para llegar a Colón. Jacques calculaba entre cinco y ocho horas de viaje, pero podría ser más, dependiendo de las condiciones del mar. Debíamos atravesar el Golfo de los Mosquitos, y atravesar, en este caso, era la palabra exacta. En ese sitio la costa panameña describe una amplia curva hacia adentro. Colón está en un extremo y Zapatilla en el otro. Era mucho más rápido, seguro y económico navegar en línea recta. Esto significaba navegar en mar abierto. Hubiera sido más seguro costear, pero significaba más tiempo y gasolina. La costa tampoco ofrecía protección alguna. Es abrupta y escabrosa. No hay playas y tampoco poblados donde buscar abrigo o comprar combustible.
Seguía lloviendo a cántaros.

Los niños de los hombres
Aún resonaban en nuestros oídos las palabras del capitán:
-El mar separa a los niños de los hombres.
Jacques, de pie, esperaba una respuesta. Todavía insistió:
-No quiero forzarlos. Es su decisión…
En efecto, había peligro de muerte. Allá afuera estaba el mar. El mar real, no el mar de novela o de película. Y a todo esto también contribuía el mal tiempo, nuestra nula experiencia marinera, la posible falta de gasolina, lo escarpado de la costa.
Pero queríamos aventuras, ¿no?
Cinco manos se levantaron casi al mismo tiempo.
-Cuenta conmigo.
-Y conmigo.
-Yo también voy.
Nos ofrecimos de voluntarios Francisco, Jaime, Manuel, el doc Urrutia y yo.
El capitán no pudo ocultar una sonrisa de satisfacción.
-A los demás –fue lo único que dijo-, los pondré mañana en una lancha y los llevaré a Chiriquí Grande, donde tomarán un camión hasta Colón.
Nos despedimos de nuestros compañeros. Nadie se atrevió a decir adiós sino hasta luego. Había preocupación en sus rostros. También, una expresión de alivio por hacer ese viaje por tierra. ¿Volveríamos a vernos?, era la pregunta que flotaba en el aire. Nadie lo sabía. Podría ser la primera y última gran aventura de nuestra vida.

Los arrecifes de Beraguas
El 16 de julio partimos de Zapatilla.
Amaneció nublado y chispeando. Después el tiempo pareció mejorar: un magnífico sol desplazó a las nubes y dejó de llover. Eran las nueve de la mañana cuando Jacques dio la orden de salida. Nuestro destino era Escudo de Beraguas, una isla cercana a Zapatilla.
El primer aviso de peligro no tardó en llegar. Apenas cruzamos la barrera de arrecifes que rodea Zapatilla cuando el tiempo cambió con rapidez. El viento arreció y el cielo comenzó a oscurecerse. Las olas, en un mar que se convirtió de pronto en gris y sombrío, crecieron en tamaño y también en intensidad. La bruma apareció y dio inicio una llovizna. Parecía como si la barrera de arrecifes funcionara como un límite muy preciso: adelante, el mal tiempo; atrás, la calma. Había algo de mágico en ese momento. Volteé hacia Zapatilla y la vi envuelta en un sol radiante. Frente a nosotros, en cambio, el cielo y el mar se habían tornado, de un momento al otro, en una presencia amenazante.
Por un momento pensé que lo mejor era regresar. Pero Jacques, con todo y que no ocultaba su preocupación y nerviosismo, no dio marcha atrás. Estaba acompañado de Elizabeth, su esposa. Conducía la Hoorn y nos guiaba. Lo seguían el doc Urrutia en la Amerigen, Manuel Vázquez en la Almirante, quien esto escribe en la Laurentie, Jaime Cabré en la Beagle y Francisco Contreras en la Magalhaes. Todos a prudente distancia uno del otro, en fila india.
El viento, frío, nos hacía tiritar y la lluvia golpeaba nuestros rostros. Me invadió, más que el temor, la incertidumbre. ¿A qué nos enfrentaríamos más adelante? Las olas crecieron en altura y los golpes no se hicieron esperar. Me golpeaba contra la borda. Tenía que mantenerme bien agarrado del volante para no ser lanzado por la fuerza del oleaje fuera de la lancha. La Laurentie avanzaba como mejor podía. A veces atravesaba una ola; en otras, gracias al impulso de otra ola y del motor, volábamos y caíamos de nuevo al agua en medio de un pesado y sonoro estruendo. Me parecía incomprensible, además, que avanzáramos tan rápido. Seguíamos a Jacques y él marcaba la velocidad. Pero más lento hubiéramos podido navegar de mejor manera por entre el enfurecido oleaje. Él tenía, claro, sus razones.
La verdad: me arrepentí de haberme ofrecido como voluntario. El viaje parecía ser más difícil de lo imaginado. Y si eso era apenas el comienzo, ¿qué nos esperaba después? Arreció la lluvia y también la preocupación. Luego vino la bruma. Una bruma espesa. Literalmente, sin exagerar, no podíamos ver más allá de la punta de nuestra proa. Encendimos las luces de navegación. Aún así, por la bruma y lo alto de las olas, había ocasiones en que perdíamos de vista la lancha que iba atrás o adelante.
Navegamos en esas condiciones cerca de una hora. Después, como una figura fantasmal pero al mismo tiempo esperanzadora, apareció Escudo de Beraguas. Tardamos media hora más en llegar a la isla. La bruma había desaparecido pero el cielo continuaba encapotado, negro de nubarrones. A lo lejos, al sureste, el horizonte se iluminaba con andanadas de rayos; se podía oler la proximidad de otra tormenta.
Nos detuvimos.
-¡Acamparemos en la isla! –nos gritó Jacques.
No era tan sencillo. Escudo de Beraguas está rodeada por una barrera de peligrosos arrecifes. No era una isla de playas sino de acantilados. Había un paso entre los arrecifes, pero en medio de ese mar picado no se distinguía.
-Esperen aquí –ordenó el capitán, decidido a encontrar ese paso.
Obedecimos y apagamos los motores. Las lanchas, a la deriva, se movían al capricho de las olas. Me mareé. La corriente, mientras tanto, nos arrastraba a los arrecifes. De todos, yo era el más cercano. No me preocupé demasiado: bastaba con encender el motor y alejarme, en caso de peligro. Me preocupaba más el mareo, el vaivén, aquella interminable zozobra…
Fue Francisco quien gritó:
-¡Hey! ¡Sal de ahí!
Estaba muy cerca de los arrecifes. Intenté encender el motor, pero nada. Intenté otra vez, y tampoco. Un sonido ahogado era lo único que se escuchaba. Hasta el mareo se me quitó en esos momentos.
Grité por ayuda. Francisco y Jaime encendieron sus motores y fueron los primeros en acercarse. Expliqué lo que sucedía. Giré la llave de encendido y otra vez de manera inútil. Los arrecifes, cada vez más cercanos, se mostraban amenazadores.
-¡Aviéntame un cabo! –ordenó Francisco.
Lo hice. Con tan mala suerte que, con el oleaje, perdí el equilibrio y la soga, sin fuerza, no alcanzó la Magalhaes.
-¡Otra vez! ¡Vamos! ¡Apúrate!
Recogí el cabo y lo aventé con todas mis fuerzas. Si no lo agarraba, ya estaba decidido: como el impacto con los arrecifes parecía inevitable, saltaría al mar para ponerme a salvo.
Pero esta vez la cuerda sí llegó a su destino.
-¡No te sueltes!
Dio marcha hacia delante y el cabo, sostenido por nuestras desnudas manos, se tensó con un leve chasquido.
-¡Aguanta!
Los arrecifes sobresalían filosos y llenos de espuma. Hubiera podido tocarlos, estoy seguro, de haberme encontrado en la popa. Francisco imprimió más potencia a la Magalhaes. Sólo así pudo remolcarme; lento pero seguro, me hallé cada vez más lejos de los arrecifes.

Tiburón a la vista
El capitán regresó con malas noticias.
-Merde!
Había encontrado el paso pero no había ningún lugar seguro dónde fondear o atracar.
-¡Vámonos! ¡Rápido! ¡Tenemos ya el tiempo encima!
Ayudado por Francisco, logré arrancar el motor y partimos. Avanzamos en fila india y, otra vez, saltos y golpes, fuerte oleaje y rachas de lluvia, fue lo que encontramos adelante. Navegamos así por espacio de una hora. Después, cuando el tiempo pareció amainar, Jacques dio la orden de recargar gasolina. Si algo llegué a odiar a todo lo largo de la expedición fue eso, precisamente: cargar gasolina.
Hacerlo en pleno mar, en las condiciones que lo hacíamos, no se lo deseo a nadie.
Las lanchas tienen un tanque interior de 20 galones, suficientes para una autonomía de unas cuarenta millas en promedio. Para una distancia mayor, es necesario llevar tanques portátiles. En ese viaje llevábamos diez tanques de repuesto por lancha. Eran recipientes de plástico, de cinco galones cada uno. Por supuesto, no llevábamos una bomba de gasolina y la recarga debía hacerse de manera rudimentaria, con la ayuda de una manguera. No era una maniobra fácil. La entrada del tanque interno se hallaba en la cubierta de proa, cerca del parabrisas. Debíamos llevar el tanque portátil a la cubierta, abrirlo, soplarle a la manguera y hacer que la gasolina circulara de un tanque al otro. La lancha se movía al capricho de las olas y hacer esto era muy complicado. Muchas veces estuve a punto de resbalarme con todo y tanque. En otras tragué gasolina. En otras el vaivén hacía que la manguera se saliera de sitio y que el combustible se regara. Era un verdadero suplicio. Una lata.
Camino a Colón, mientras recargaba gasolina, tragué combustible y apareció, inevitable, el mareo. No era cualquier cosa. Tuve que poner cuatro tanques portátiles, en medio del vaivén y lo mojado de la cubierta de proa. ¿La aventura de mi vida? Tenía ganas de vomitar. Jacques ordenó la partida. Encendí el motor pero me invadió la náusea. Me recargué en la borda para vaciar mi estómago…
¡Vaya susto que me llevé! Frente a mí, a un lado de la lancha, apareció una aleta en la superficie. “¡Tiburón!”, pensé y de inmediato me separé de la borda.
-Vámonos, vámonos –ordenaba el capitán.
Puse en movimiento la lancha. Avancé un poco y de nuevo, ahora del lado izquierdo, a la altura de la proa, apareció la aleta. Tuve miedo. Sólo eso me faltaba: primero los arrecifes y después un tiburón.
Volví a ver la aleta surcar las olas. Luego vi otra y otra más.
Respiré aliviado. No eran tiburones sino delfines. Unos delfines grandes y negros, que veloces y juguetones acompañaron a la Laurentie durante un buen trecho.

Dos lanchas perdidas
Navegamos por espacio de tres horas. El mar, si bien peligroso, no resultó tan duro como el que encontramos antes de llegar a Escudo de Beraguas. Estaba nublado, un cielo cerrado y gris, pero había dejado de llover. Las olas, de un café oscuro, como lodosas, se movían en largas y suaves ondulaciones.
Debíamos cargar gasolina. El indicador marcaba vacío y sólo esperábamos la señal de Jacques Desjardins para detener la marcha y reabastecernos de combustible. Por supuesto, la sola idea de tener que realizar esta maniobra me provocaba náusea. Al poco rato escuché un grito. Era Jaime, quien me hacía señas. Estaba detenido, cientos de metros atrás, junto con la lancha de Francisco. Como íbamos en fila india, sólo yo me di cuenta. Le grité a Manuel, que iba delante de mí, en la Almirante, pero no me escuchó. Decidí regresar a ver qué pasaba con Jaime. Me explicaron: a Francisco se le había agotado por completo la gasolina y habían empezado a reabastecer el tanque interior.
-Voy a avisarle al capitán –les dije.
A toda velocidad, sin importarme los saltos o los golpes, fui en busca de las otras lanchas. Por primera vez en mi vida me di cuenta de lo fácil que es desorientarse en el mar. Como no hay puntos de referencia, es fácil perderse. Avancé hacia donde intuía que había dejado a la expedición, pero me equivoqué como por unos 500 metros. Los alcancé, sí, pero estaban a una gran distancia a mi derecha. ¡Y yo que pensaba encontrármelos de frente!
Alcancé a la Almirante y expliqué lo sucedido.
-¿Y los demás? –tampoco se veían.
Los buscamos y no los encontramos.
-Regresemos –le dije a Manuel. –Tal vez los dejamos atrás y no nos dimos cuenta.
Así fue. El mar nos hacía trucos. Los habíamos pasado sin verlos. El doc Urrutia, arriba de la proa de la Amerigen, nos hacía señas con una playera. Sólo así pudimos verlo. A su lado, escondida por el oleaje, se encontraba la Hoorn.
-También nosotros nos quedamos sin gasolina –explicó.
Se decidió llenar los tanques y después buscar a Jaime y Francisco.
De nuevo, reabastecer el tanque se convirtió en toda una odisea. Otra vez tragué gasolina y volví a marearme.
No bien terminamos de llenar el tanque cuando de pronto, a lo lejos, como a un kilómetro de distancia a nuestra derecha, vimos pasar raudas y veloces a la Beagle y a la Magalhaes. Silbamos, gritamos, hicimos señas, pero ni Francisco ni Jaime se percataron de nuestra presencia. Pensaron que los habíamos dejado atrás y estaban decididos a alcanzarnos. Esa fue la última vez que los vimos.

Anochece
Tras siete horas de recorrido apareció la costa. Qué alivio y que sensación tan agradable: la de estar a salvo. Aún así, faltaban muchas millas por recorrer. El capitán lo sabía pero nosotros no. Nosotros navegábamos y navegábamos sin encontrarle fin a nuestro recorrido. Pensaba en Jaime y Francisco y tan sólo esperaba que se encontraran con bien, que no se hubieran desviado lejos de la costa, que no se hubieran accidentado. Estábamos fatigados y hambrientos. Esperábamos ansiosos que detrás de esa punta, de ese cabo, nos encontráramos con Colón, pero nada. Pasó el tiempo. Llegué a pensar que Jacques se había equivocado. Habíamos pasado de largo. Colón estaba atrás, no adelante. Fueron horas interminables de mar y travesía.
Cargamos gasolina por última vez. Utilizamos los tanques que nos faltaban. Ya no había más. O llegábamos a Colón con esa gasolina o quedaríamos a la deriva sin remedio. Además, comenzaba a anochecer. Miré el reloj: eran las 18:30 horas. Media hora más de luz, cuando mucho. Ahora entendía al capitán: por eso navegar a toda velocidad. Por eso los golpes y los saltos.
Anochecía y de Colón ni sus luces. No me imaginaba navegando en la obscuridad. Las lanchas no contaban con ningún sistema de comunicación o de localización. Por si fuera poco, comenzó a llover. De noche y con lluvia, ¿qué iba a ser de nosotros?
Vimos un barco y eso nos alentó. Colón estaba cerca. Aumentamos la velocidad y al cabo de algunos minutos vimos las luces de dos faros: uno rojo y el otro verde. Era la entrada al Canal de Panamá. Cruzamos un rompeolas, por entre los dos faros, y llegamos a una enorme bahía. Era Colón. Lo habíamos logrado…

Los náufragos
Una lancha nos alcanzó a mitad de la bahía. Era conducida por Félix Peralta, El mico, un viejo amigo de Jacques Desjardins. Se desempeñaba como comodoro del Club de Yates Colón. Ese fue nuestro destino. Nos guió hasta el muelle y atracamos. Ahí nos esperaban Jaime y Francisco. Habían llegado media hora antes y avisaron de nuestra cercanía. Nos abrazamos, reímos, gritamos y festejamos con las Panamás y las Balboas que nos ofrecieron.
Nos hospedamos en un hotel. Era el famoso Jorge Washington, donde se habían hospedado desde actores como Richard Burton y Elizabeth Taylor hasta escritores como Graham Greene y Georges Simenon. En Barrio negro, una más de las ¿300? ¿400? ¿500? novelas que escribió este escritor francés, tan admirado por André Gide, el protagonista, el ingeniero Dupuche, se queda de pronto sin trabajo, varado en Panamá. Sin saber que la empresa que lo contrató se ha quedado en bancarrota, se hospeda en el Jorge Washington, un hotel caro y elegante. Lo describe en medio del calor tropical de la ciudad, al fondo de un parque de cocoteros: “una escalinata, columnas, un hall inmenso y fresco”. La descripción es escueta pero acertada. El inmueble conoció tiempos de esplendor que no me tocaron. Aún así, era imponente en su arquitectura con visos coloniales. Aún conservaba cierta elegancia, cierto aire distinguido. Cuando llegamos al lobby, motivamos cuchicheos y miradas curiosas. No era para menos. Nuestro aspecto dejaba mucho qué desear. Estábamos descalzos, en shorts, por completo empapados, sucios y despeinados, quemados de sol y con la ropa tiesa de sal.
Alguien comentó:
-Parecen náufragos.
Nosotros también estuvimos de acuerdo.